diciembre 8, 2024

La fila

El miedo y el enojo suelen ser más humanos que el amor. Son más parecidos a los órganos que a las prótesis. A diferencia de la idea romántica, con el odio o el enojo pasa la curiosidad de que nadie dice cómo deben ser expresados. El enojo no fue colonizado y el miedo, es tan oblicuo, que simplemente no puede ser medido. Cada quién con sus demonios.

Efzwr6AVAAApC5Y

El miedo y el enojo suelen ser más humanos que el amor. Son más parecidos a los órganos que a las prótesis. A diferencia de la idea romántica, con el odio o el enojo pasa la curiosidad de que nadie dice cómo deben ser expresados. El enojo no fue colonizado y el miedo, es tan oblicuo, que simplemente no puede ser medido. Cada quién con sus demonios.

El SIDA o el VIH son un acto de fe. Pero la idea del SIDA, esa es un gusano carnívoro de miedo que avanza más rápido que cualquier fila en clínicas especializadas. Son 22 pasos hacia las escaleras principales. Las subes. Son otros 39 pasos hacia tu mano izquierda y tomas un turno. Una mujer te pregunta por tus antecedentes médicos y te entrega un ticket.

Las 36 personas que están frente a mi, y yo, tenemos la misma duda. Y con muchísima suerte (buena o mala), todos tendremos el mismo veredicto. Queremos saber si nuestro más reciente contacto humano nos arrebató la libertad de tocar en desnudez sin miedo. El «bicho rosa» que arrebata el tacto.

Rápido y sin dolor (como la noche que personalmente me trajo a esta fila) las mujeres con mascarilla azul y guantes de látex sacan de tu cuerpo una pequeña muestra de sangre. Tratan de que tu atención se espabile para que la férrea penetración no deje un hematoma. “Tienes miedo ¿Verdad?”, me pregunta. No sientes nada y, por temor a ser reconocido, te limitas a responder con monosílabos a cualquier pregunta.

Nadie en esa sala quiere estar ahí. Ni los que gritan nombres en los pasillos, ni las mujeres con las jeringuillas y menos, mucho menos, quienes son nombrados en voz alta. Otra fila. Los rostros son cada vez más pálidos y profundos, más fúnebres, se deslizan por los pasillos como hojas que un invierno maduro arrebata de las copas más altas. Rezar no tuvo efecto para Alonso. Y, para no pasar de la depresión a la locura, piensa en voz alta: “Rezar es de pendejos”.

Alonso escucha su nombre y atraviesa una puerta donde un médico tiene sus resultados. La última de las últimas palabras.

Entra a una sala de unos seis metros cuadrados, un especialista le explica a detalle lo que buscaron en su sangre, le pregunta sobre su más reciente relación sexual, sobre sus practicas sexuales. Nadie piensa previamente que las ganas de sentir el contacto con otra piel, pueda ser considerado de interés clínico. Le regalan condones y le advierten sobre los riesgos de tocar a otras personas. Lo invitan a recibir otra pinchada en la sala pasada. Pero la rechaza.

Aquí, en esta antesala del Tártaro moderno, cada quien se agarra de donde puede. Yo por ejemplo, me agarré de Alonso. No hay nada más humano que el miedo a una sentencia irrevocable o el enojo de saber, a ciencia cierta, que esto seguirá ocurriendo descuido tras descuido.

About The Author