El amor como acto y consciencia
Nuestros cuerpos abarrotados en el transporte son resultado de una demanda que excede a la oferta; no hay más que óptimos de Pareto inalcanzables, justificaciones de aquellas recetas para salir del desequilibrio.
All the world’s a stage,
And all the men and women merely players;
They have their exits and their entrances…
William Shakespeare
Samuel Rosado-Zaidi
Un lunes por la mañana cabalga la clase trabajadora en el transporte público; va saturado, no circula ni brisa ni lamento, únicamente miradas fijadas en la tragedia de un punto de encuentro forzado, cuerpos abarrotados y reunidos con motivo de una temporalidad ajena que han nombrado “trabajo”. Como si se tratara del mismo Destino que condenó a la humanidad a ser imperfecta e inferior a los dioses griegos, suspiramos: “es la voluntad de Dios”. Tal vez, me resigno enunciando la frase “tengo que salir adelante”, esperanzada que con la sola intención e intensidad de mi acto hiciera aparecer el puerto al que mi navío ansía llegar para sentir tierra firme, algo que le dé sentido a lo que llamo La Vida.
Sin embargo, tal sentido se nos escabulle, jamás aparece por artificio de una técnica misteriosa, lo perseguimos para confiscarlo en una lámpara que, al frotarla con toda intensidad, nos concediera aquello que más deseamos: superar todos los obstáculos y que revele de manera definitiva mi razón de ser en el mundo, ¿para qué hago lo que hago?, ¿valió la pena mi vida?, ¿cuál es el sentido de la vida?. Wittengstein afirma que la respuesta a esta última pregunta está en el hecho mismo de que existe una pregunta que hacerse.
Al postular una pregunta ya se encuentra impregnada de sentido, apunta al conjunto de hechos y eventos que orientan y construyen su respuesta. Aquello es el sentido mismo, la tendencia invisible de las palabras, gestos y expresiones hacia los eventos que le confieren su explicación, aquello que nombramos hechos, y el regreso de aquellos a las palabras que enunciamos. En términos de Sartre, ¿qué es la ambición del político sino la carrera misma en búsqueda del poder y dominio? Si me preguntara ¿me equivoqué?, ¿seré capaz de hacerlo?, me estaría remitiendo siempre a un mundo que le da sentido a esas preguntas, que orientan su respuesta a un conjunto de posibilidades.
Pero, ¿qué ocurre cuando las posibilidades mismas están limitadas? Wittgenstein dio en el clavo al señalar que la lógica debía cuidarse de sí misma. En innumerables ocasiones, la lógica ha sido abusada para extraer de ella la justificación de nuestros actos. ¿Acaso el Estado de Israel no ha empleado el argumento del derecho a defenderse para aniquilar al pueblo Palestino? ¿Los Nazis no justificaron mediante la eugenesia que debía erradicarse a los judíos? Este es el secreto de la lógica económica burguesa que esconde sus motivos detrás de formulaciones lógicas, cuando en realidad son éticas. No es casual que las teorías ortodoxas planteen el sentido de la disciplina a partir de la escasez.
A partir de ella, dirán que nuestros cuerpos abarrotados en el transporte son resultado de una demanda que excede a la oferta; no hay más que óptimos de Pareto inalcanzables, justificaciones de aquellas recetas para salir del desequilibrio. En otras palabras, el sentido de la escasez se deduce de su propia definición lógica: de una oferta insuficiente o una demanda excesiva. El mundo aquí está escindido: por un lado, en quiénes pueden decidir respecto a la magnitud y sentido de la oferta y, por el otro, en quienes somos tan solo una demanda excesiva. Estamos, así, atrapadas en un eterno nunca llegar, “si no le chambeas” la economía no crece, es decir no crece la oferta; pero, no importa cuánto crezca, dice estar enfrentada a una demanda con necesidades infinitas, insaciables. En este sentido, se culpa al consumidor de la oferta siempre rebasada y de su inevitable incremento.
Bajo esta formulación tautológica se nos escurren infinidad de aberraciones éticas que no hacen sino profundizar nuestra tragedia. “El mundo está así por nuestra culpa”, pienso mientras me sostengo con fuerza al ser aplastado por la masa de cuerpos que se abarrotan a mi alrededor cuando frena la maquinaria. “Somos muchos”, pienso. Formulo que si no hubieran migrantes tendría mejores oportunidades de empleo. Me reafirmo con certeza, “seguro estaba metido en algo malo” al ver la fotografía de un adolescente con uniforme escolar reportado como desaparecido. Al salir triunfante de las masas atiborradas, asevero con autoafirmación, “seguro se vestía de manera sugerente” al leer otra noticia de una joven secuestrada cuyo cuerpo mutilado fue puesto a la exhibición morbosa. “Si no fuéramos tantos,” “es la naturaleza humana” concluyo con certeza.
Todos estos juicios pueden ser construidos lógicamente: podemos hallar indicadores cuantitativos para justificarlos, autores que me respalden, incluso comentarios de redes sociales que comparten mi sentir. No obstante, al remitirnos a la ética, hallamos en estas formulaciones lógicas un juicio de carácter moral: quién sí merece y quién no; es decir, quién sobra. ¿Acaso no pensamos que el salario debe estar en función del mérito y no de la necesidad? “Pues no estudió, por eso terminó pobre”, “¿quieres acabar de pobre?” ―reclamos que hacen madres y padres a sus creaturas.
En otras palabras, si no calificamos para la vida contemporánea, sobramos, no merecemos. Este es el sentido profundo de la meritocracia: aunque podamos pensar nuestras posibilidades a partir de tan diversa y bella humanidad, sostenemos práctica y represivamente las posibilidades limitadas por mi carácter de trabajador y de humano que por su condición, sea de mujer, indígena, joven, afrodescendiente, no merece. ¿Qué trabajador no ha valorado sus posibilidades en función de cuánto gana, “depende si lo puedo pagar”; y quién puede pagar está en función del mérito en la sociedad.
El ideal del mérito es, en última instancia, un juicio moral. Es la serie de eventos y hechos que una sociedad, en un momento de la historia, valora como deseables, aunque sean absolutamente injustificables. La aspiración última de este merecer en la modernidad es, por supuesto, el burgués. El empresario exitoso y varón heterosexual que arriesgó su capital, sacrificándose para crear empleos; un líder nato, padre de familia, piadoso señor de la oferta. Hasta la izquierda ha glorificado figuras a semejanza de ídolos burgueses, seamos autocríticos. Este ideal es en realidad el límite absoluto para las y los trabajadores, existe únicamente como límite, o ¿qué trabajador común y corriente tiene yates en el mediterráneo? ¿o que sobrevuele países a diario porque se le pegó la gana comer en otra ciudad?
No obstante, al insertar la imagen de la otredad como sobrante nos alienamos con respecto a otro ser humano; nos divide entre nosotros y aquellos y nos impide colectivizar nuestras posibilidades, tan impresionantes como cada una de nosotras o vernos cómo lloramos, gozamos, entristecemos, sufrimos, reímos, disfrutamos, o cómo podríamos hacerlo juntas y para todas. Al pulverizar nuestra consciencia del otro en los sobrantes, nos compromete con un escepticismo que no tiene punto de partida ni de llegada. Como bien señalaba Wittgenstein, el escepticismo es absurdo “cuando quiere dudar allí donde no puede preguntarse”.
Solo dudamos de la legitimidad de la existencia del otro, su razón de ser me pone en cuestión. Odiamos al migrante; celebramos la precariedad cada vez que relacionamos la pobreza y el éxito con el esfuerzo; humillamos a las y los jóvenes por haber sido despojados de sus posibilidades, refugiándose de la precariedad en la venta de droga, el crimen organizado y trabajos miserables. Su rostro ya no evoca humanidad común conmigo. El desaparecido se esfuma por arte de magia, por un Destino irresistible que lo condenó por ser joven, mujer, indígena, estudiante, trabajador en el capitalismo, pero justificamos su ausencia por una falta de determinación, ambición, pulcro, pudor, mérito. Vaya contradicción. No obstante, ¿cuándo nos preguntaremos por qué y para quién sobra? ¿Por qué sobraban los homosexuales para Unión Soviética, para la Cuba revolucionaria? ¿por qué sobra el pueblo Palestino?
La pregunta puede formularse en el momento mismo en que articulamos una idea que sugiere que hay personas sobrantes; o en aquel momento que los Nazis condenaron al exterminio a las infancias judías; en cada instante que un misil es lanzado contra el agonizante pueblo Palestino. Formular la pregunta, ¿por qué habría de sobrar alguien? ¿quién y por qué lo dice? O cualquier pregunta que busque problematizar críticamente respecto a los otros, nos compromete a ver a otra persona en su humanidad, ahí donde es idéntica a mí: es en el mundo. Esta identificación con el otro es la semilla de la consciencia de clase. Sartre tiene razón, elección y consciencia son una y la misma cosa. Este también es el acto que, como discutimos en el ensayo del hubiera, llamamos Amistad y que nos permite vernos como posibilidad colectiva, como nosotros, como humanidad.
Elegirnos también nos revela el mundo; la elección misma exige a la intención mostrarse en congruencia o incongruencia. Por más que aumentemos la intensidad de nuestro trabajo con la intención de salir adelante, de salir del muchos para ser un merecedor, la intención jamás puede concluir en su fundición divina. Si nuestras intenciones se materializaran en su perfección, la voluntad jamás podría existir, con tan solo intencionar ya cambiarían las circunstancias. No existiría la hipótesis de si seré capaz de hacerlo, o si voy a tener trabajo mañana, no podría plantearme la duda sobre estar vivo mañana. Nos compromete con un ideal de lo que debiera ser o hubiera sido, sin jamás trascender hacia el acto libre de elegir.
No pensamos ya en cambiar el conjunto de actos que llamamos trabajo asalariado, como entrar a las nueve de la mañana; incluso dejamos de ver aquello como acto cuestionable, a verlo como un hábito inmutable que con un ajuste en la intensidad ―como chingarle con ganas― y con la intención correcta, obtengo la fórmula que le da sentido a mi quehacer. Hegel definía la intención como una voluntad irreal, existe realmente como indeterminación, como indecisión, como correlato del hubiera y el debiera: “no fue mi intención lastimarte”, dice cualquiera cuyos actos contradicen fundamentalmente su intencionalidad. En este sentido, salirse del acto hace caer el teatro. La pregunta misma respecto al otro me regresa a misituación, ya no me veo ahí como sujeto de superación, sino como perteneciente a una condición particular, que comparto con cada una de las personas cuyo cuerpo se abarrota en el mismo vagón que yo.
Solo que antes de llegar a la pregunta, se nos ha arrojado por debajo de una sombra omniabarcante: la culpa. En otras palabras, nuestra condición es nuestra culpa. Este es el origen fundamental de frases como “es pobre porque quiere”. Como bien observó Kierkegaard, para ser culpables había que ser inocentes, pero ¿inocentes con respecto a qué juicio? Culpable de no echarle ganas, de no ser estéticamente deseable, de decir la verdad incómoda, o ser joven, mujer, indígena, diferente o por vivir la diversidad. Acaso no es el mismo juicio que condena a las mujeres como menos hábiles y diestras que los varones, “tenía que ser mujer”.
¡Cuanta miseria ha sido celebrada así!, “le pagamos al joven con experiencia, para salir de su condición”, “¿por qué no estás satisfecho si lo estás haciendo por la causa?”, “da gracias a Dios que no le di tu chamba a un migrante”. Rara es la ocasión en la que cuestionamos los juicios que presumen la inocencia de actos reprochables y atroces porque sus perpetradores también son humanos, tan solo son personas. Se trata de una tautología que no dice sino lo evidente. Pero por qué es más humanizable la inocencia del burgués que lucró con los fondos de pensión de sus trabajadores, o el varón que se dejó llevar por culpa de una mujer, la persona violenta que elige no cambiar porque así fue criada… ¿quién decidió su inocencia?
La culpa es un modo de obrar peligroso, es un actuar incongruente por definición, una intrascendencia. Alguien que habita la culpa acepta de suyo que ha dejado de ser inocente; ninguna receta pareciera más efectiva para eludir nuestra libertad que una culpa cuya cúspide inalcanzable me condena a la perpetua indecisión. “no eres tú, soy yo”, “es que así soy yo, no puedo cambiarlo”, “no lo voy a lograr porque soy insuficiente”. Sin embargo, cuando en vez de la culpa asciende la responsabilidad como contraparte de la libertad, el tribunal se desmorona y vemos tanto el teatro como lo que pretende esconder: mi relación con el otro también es elección. Regresemos a la pregunta, ¿quiénes sobran?
Al preguntarla con responsabilidad y compromiso con el otro, me planteo su condición y necesidad aunque no pueda asumirla con mis capacidades vigentes. El simple planteamiento hace verme a mí mismo como sujeto de necesidad con respecto al otro. Aquí Sarte está en lo correcto al plantear que amar es “en su esencia el proyecto de hacerse amar”. No obstante, Sarte únicamente ve la esencia del amor como necesidad, como acto de hacerse elegir, de ser digno de elección; no lo ve como capacidad, como la capacidad misma de elegir. No hay nada más poderoso que el amor; es la fusión del pathos (la emoción y sentimiento) y la voluntad. De este modo, elegirse también es amarse y amar, es ver a la humanidad como un proyecto de hacerse amar, un compromiso para con el otro.
Sin lugar a dudas, nos remite a la formulación marxista del ideal comunista: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Nada más comunista que ver nuestras capacidades como un acto de amor, de creación, de responsabilidad con el otro y así, también vivir nuestras necesidades como un proyecto de hacerse amar. Este ideal llevado a la práctica es la sustancia de la consciencia de clase, dado que elección y consciencia son una y la misma cosa. El amor también nos vuelve nosotros, un nosotros en el que nadie sobra o falte.1 Este es el horizonte ético-estético del marxismo, que lejos de estar inscrito en una fórmula lógica y evolucionista, su sentido general depende del momento particular de la historia y del diálogo entre individuos. Por ello, mientras más confrontadas estemos unas con las otras, menos posible será el compromiso con el otro, mucho menos elegirse clase trabajadora.
Feminismos, marxismos, anarquismos, pueblos, ciudadanos, migrantes, diversidades y divergencias, uníos. En este horizonte, la abolición del patriarcado es también lucha de clases; la defensa por la vida y la tierra es lucha de clases; la defensa por el derecho a la ciudad y los derechos laborales son lucha de clases. Pero todas estas luchas pierden su sentido al perder de vista la otredad. No hay peor miseria que una ética en la que alguien sobra y, lamentablemente, hay quienes eligen no salir jamás de ella. El arte de comprometer a las personas en esta miseria ha sido perfeccionada por los fascistas. Basta con ver proliferar la peste de una semilla sembrada en un nosotros donde existen sobrantes. No hay discurso fascista que no apele a un culpable de una miseria elegida; ora son los judíos que destruyeron Alemania, ora son las mujeres que provocan a los hombres, ora son las diversidades sexuales cuya sola imagen pervierte la sexualidad burguesa. No importa quién sobre, su existencia pone en cuestión la mía, pone un obstáculo para alcanzar un nosotros que excluye a esos sobrantes, como si este fuera el sentido mismo de la vida.
Asumir con humildad la diversidad de la humanidad nos compromete a indagar respecto al otro y a cuestionarme sobre mi propia posibilidad de ser o no de algún modo. La diversidad sexual me remite a cuestionar, en su fundamento, mi sexualidad “¿por qué mi amor debe reproducir la familia conservadora?”; el género orienta la indagación a mi expresión autónoma y vital; la diversidad organizativa de los pueblos en resistencia me evoca una capacidad organizativa propia. Entre más modos de existir se nos revelan en la diversidad, más cuestionable es el arreglo de las cosas y eventos que llamamos capitalismo y que creemos indeterminable. El escepticismo se vierte contra el capital, con una serie de preguntas que la elevan a la crítica: ¿por qué? ¿por qué no otro modo? ¿por qué no un mundo sin celos y envidia? ¿por qué no un mundo sin clases, sin patriarcado? ¿no existirá otro modo de existir?
Cuántas realizamos actividades por amor al arte, por el simple hecho de hacerlas, injustificables ante el gran tribunal; cuántas estamos dispuestas a ser amor. La culpa y la aparición de los sobrantes son expresiones de una sociedad miserable. Marx bien señaló que en el capitalismo, a mayor producción de riqueza mayor producción de miseria; por tanto, escapar de ella, elegirse amor para con el otro, es un camino cuesta arriba, implica trabajar la posibilidad para ampliarla y realizarla. Empieza con esa puerta que fue abierta al ser tocada, donde el punto de encuentro y el motivo fueron escogidos tal cual nos elegimos a nosotras mismas por amor, una elección que renuevo cada vez que decido crear posibilidades más bellas de existir con el otro. Aquí la dignidad de hacerse amar no depende del mérito burgués y el acto de elegir es decidido y trabajado libremente. No somos culpables de nuestra condición en el capitalismo, pero sí responsables de hacer caer el teatro y elegir un mundo donde todas y todos seamos dignas de amor.
1Porque aún nos faltan los 43, las mujeres desaparecidas, los ambientalistas asesinados, etc.